Vladimir

Fabrizio sintió que se estaba metiendo en un asunto de ultratumba cuando vio en Instagram la reseña de una película llamada Vampiriusi, en la que unos chupasangres serbios aparecían en el pueblo ante la llegada de un cuerpo nuevo a un camposanto. Según la sinopsis de la película, todo se desataba cuando en la aldea en cuestión comenzaron a aparecer hombres y mujeres drenados de sangre con unas marcas en el cuello que hacían pensar en los colmillos de algún animal.

            Al leer esto Fabrizio se sintió atemorizado. Por alguna razón poco clara, sintió que lo que leía saltaría a la realidad en cualquier momento. Para entonces llevaba tres meses de haber llegado a la garita siete del panteón de la Corregidora, lo cual no era estrictamente nuevo para él, porque desde hacía al menos por tres generaciones su familia se había dedicado a trabajar en los panteones, trasladando cuerpos, haciendo inhumaciones y exhumaciones, manteniendo las áreas verdes presentables, dándole asesoría a los deudos con respecto a los trámites a seguir, cambiando o retirando flores de las tumbas, podando los arbustos de los panteones que los tenían, llevando la basura a los vertederos del lugar, etc. Buena parte de la vida de Fabrizio había transcurrido entre tumbas y andadores, las oficinas y las largas noches y los días en las capillas, vigilando que nada ni nadie infringiera las reglas de la municipalidad vigentes para los panteones. Su familia no trabajaba en un solo panteón, como tampoco se dedicaban a una sola actividad. Algunos ejercían labores administrativas, otros intervenían en las ventas, trabajando además con funerarias y facilitando presupuestos; él por su parte siempre había sido vigilante.

            Como derivación de ese linaje, una de sus tías había ideado una terapia llena de conceptos extraños, extraídos de religiones filtradas por el New Age, en donde la conclusión para llegar a un “verdadero” duelo pasaba por un momento donde se le soplaba a los parientes o amigos del finado un tipo de salvia divinorum con olor a menta, al tiempo que los sentaba en un mandala donde además de frutas ribeteaba la ofrenda con cacao, semillas y hojas de tabaco Burley y Oriental.

            Las cosas se habían tornado difíciles en su familia porque su padre y su tío habían sido encontrados muertos seis meses atrás en el mismo panteón al que ahora él había llegado. Los cuerpos habían sido encontrados en la cisterna cercana a la iglesia. El parte médico aseguró que se trataba de muerte por asfixia y la gente repetía que se habían ahogado. Lo raro fue que en el cuello tenían marcados un par de colmillos como si los hubiera mordido un animal. En su círculo más cercano se supo que ambos cuerpos habían sido colocados el uno sobre el otro como intentando formar una cruz, que sus ropas estaban hechas jirones pero que ninguno mostraba rastros de sangre. 

            El mismo día en que habían muerto, él había ido a verlos en la mañana. Como ocurría de fijo, en ésta el encuentro giró en torno a las vivencias más recientes de ambos con espíritus, y aunque Fabrizio había experimentado una y cien veces encuentros con entes que él también creía eran del más allá, hablar sobre lo mismo haciendo pequeños giros en la narración y dando nuevos detalles que no se conocían o de la misma manera, inventando salidas antes no vistas en lo contado, le parecía de muchas maneras aburrido. Algunas otras veces repetían hasta el asco la misma cantaleta de siempre: los Pérez Romo eran y serían una familia que había dedicado su vida a los menesteres de los muertos, así como había gente ocupada en la alfarería o al cultivo en los campos, y que de ese oficio sacaban su filosofía, de igual manera los que se dedicaban a trabajar en los panteones, por lo menos, no deberían de tener miedo a todas esas cosas sobrenaturales, pues eran gajes del oficio.

            Esa pertenencia a su actividad los hacía creer que nadie como ellos entendían los fenómenos paranormales. Cuando nacían nuevos miembros de la familia, para evitar la presencia infausta de estos seres, ponían tijeras en forma de cruz bajo la almohada, cruces de ocote en las esquinas de las puertas y trapeaban su casa con agua bendita revuelta con yerbabuena y cloro. La limpieza era muy importante para todos ellos, pues en sus creencias también estaba que si un espíritu podía hacer daño, la suciedad ayudaba a que éste se desplazara a voluntad por los espacios entre sus casas. Cuando alguien de la familia dejaba de bañarse el abuelo les decía que seguro ya andaba con ellos Alyuval, a saber, una forma de espíritu al que le gustaba sentarse en las personas y poco a poco se los iba llevando hacia la calle, lugar donde los dejaba y que seguía un proceso claro para agotar a sus receptores: empezaban por no bañarse, dejaban su pelo y barba largas, acumulaban cachibaches y perdían el trabajo; en suma, Alyuval los debilitaba hasta que terminaban comiendo de la basura y ya infectados por una forma rara de desdén por la vida, abandonaban todo, hasta que lentamente eran aniquilados por sus propios malos hábitos.

            Otro de los motivos por el que se encontraba en un estado de ansiedad creciente —además de los asesinatos y los mensajes que le hacían recordar los fenómenos que lo atemorizaban—, fue la llegada al mismo panteón de Vladimir, un hombre de unos 60 años de barba y pelo largo al que le colgaba una melena abundante y en cambio, tenía entradas pronunciadas en la parte frontal; de ojeras verdosas y piel macilenta, de rasgos duros y muy marcados, su mirada era penetrante, sus ojos negros, su náriz y orejas puntiagudas. Por sí mismo este hombre no significaba en absoluto un peligro, pero por su físico parecía ser alguien con malas intenciones y por eso daba miedo; de gran altura, hombros encogidos y una forma de ver, que insinuaba estaba ahí pero sin comprometerse con algo en específico, simplemente juzgando todo a su alrededor.

            Hablar con él fue difícil, tenía acento extranjero y arrastraba las palabras hasta que a veces no era posible entenderle más. Si pudo hacer plática con el rumano —como el mismo Vladimir le confesó que era— fue gracias a que se ganó su confianza dándole comida que a él le sobraba.

            No solo a Fabrizio le dio miedo la presencia de este hombre. Inclusive hubo quejas, pues de la nada Vladimir salía por los caminos y dada su vestimenta, altura y porte, la gente creía que estaba ante un aparecido y llegaron a quejarse con los administradores. Cuando éstos le dijeron a Fabrizio que tomara cartas en el asunto y que poco a poco fuera orillando a aquel hombre a irse, entendió que no solo desobedecería a los administradores sino que encima, lo protegería y con esta información le dió un consejo a Vladimir:

            —No andes en la noche por el panteón, entiendo que es la forma en la que vives tu vida, pero la gente se está quejando. A lo mejor hace mucho tiempo que no te ves en un espejo, amigo Vladimir, pero casi matas del susto a las personas a la que le has salido al paso.

            Pero Vladimir no servía para las grandes conversaciones, andaba en otro planeta, más que ido o abstraído en su mundo, estaba constantemente delirando, como si se peleara con alguien, como si además, ese alguien le reclamara con insistencia y sin descanso pues era común que sosteniendo una conversación con él, éste hiciera sollozos y te dejara con la palabra en la boca para seguir con sus paseos.

Fabrizio decidió hablarle porque a menudo se espantaba con los ruidos que Vladimir podía llegar a hacer por las noches, cuando hacía sus paseos recolectando envases vacíos y cartones para llevarlos a vender. Los ruidos que hacía luego pudo diferenciarlos de otros que ya Fabrizio le atribuía a espectros del más allá. Porque otra de las cosas que pasó a parte de los asesinatos fue la llegada de un nuevo cuerpo al camposanto que detonó una serie de sucesos inexplicables.

            El nombre en vida de aquel cadáver fue Benno Ossenfelder, un viejo banquero alemán que había pasado sus últimos años en la ciudad y había vivido cerca de la exclusiva zona de los pedregales y del que se rumoraba, tenía costumbres raras —entre las extrencididades que practicaba, estaba poseer al menos una flotilla de barcos en distintos puertos del mundo—, era un consumado lepidopterista y gracias a un pequeño cofre heredado por su abuelo, pudo empezar desde adolescente una colección de monedas que lo llevaría a ser reconocido como uno de los mejores numismáticos de su país, participando con su pequeño tesoro en certámenes internacionales.

            Por supuesto, toda esta información Fabrizio la tuvo luego de hacer una pequeña investigación porque aquel día del entierro del banquero, aparte de ver gente muy emperifollada, toda la familia llevaba sobre sus trajes negros, pieles de animales de varipintas texturas. Fabrizio imaginó que se trataba de una tradición de su tierra y también le llamó la atención que además del alcohol, los convidados se pasaban tragos de una botella verde a la que a veces le ponían un encendedor para calentar el contenido.

            Fabrizio aprovechó su condición de vigilante para acercarse al entierro, sin embargo, un par de guaruras se aseguraron de que no tomara fotos y que no interfiriera en el funeral, pero Fabrizio ya con la curiosidad latente, se metió por una puerta que daba a una de las tumbas circunvecinas que desembocaba por un pasillo angosto a un pequeño atrio dentro de un mausoleo desde donde podía ver lo que hacían. Aquella situación lo llenaba de miedo porque por otro lado, sentía que estaba profanando, con su presencia, aquel rito del que ahora era testigo.

            Nada nuevo, una borrachera con gente de pedigrí, llorando «elegantemente» es decir, sin lanzar grandes estertores y ya para el final: un baile. Todos los que llevaban las pieles encima comenzaron a formar un círculo y para concluir, luego de dar largos tragos a sus copas, dijeron una palabra que Fabrizio entendió era el nombre de aquel hombre: Benno.

            Lo raro comenzó cuando aquellas personas, diligentemente se prestaron a abandonar el lugar y pusieron las pieles en el suelo del mausoleo. Vio que clavaron algunas de esas pieles en las paredes del lugar. No entendió nada de lo que veía, tampoco sintió miedo, pero se le hizo raro que los guaruras se quedaran resguardando la entrada del lugar como si quisieran evitar que se robaran algo del sitio mientras que los convidados abandonaron el lugar.

            Fabrizio le contó a Vladimir y éste le dijo que no era muy normal lo que habían hecho. Y aunque, era evidente que Vladimir estaba poquito más que chiflado, dijo que había reconocido un símbolo en el ataúd que habían llevado a la cripta. ¿Cómo Vladimir lo conocía y a qué diablos se refería cuando decía que el hecho de que ese cuerpo llegara a ese sitio solo era parte de un estado creciente de mala suerte que se avecinaba sobre ellos?

            Fabrizio no quiso preguntar más, realmente él ya tenía suficientes problemas con todo lo que en su cabeza había, no quería sumarle las sospechas infundadas que ahora comenzaban a llegarle a la cabeza. Porque no podría comprobar que desde la llegada de aquel cadáver las cosas se habían puesto más oscuras y misteriosas, pero sí podría asegurar por ejemplo que tras la llegada de aquel cuerpo, los ataques contra Vladimir habían aumentado.

            Con respecto al símbolo que Vladimir había visto, éste le dijo —cuando le pidió que se lo describiera con mayor detalle— que era una Cruz de Anj envuelta en un crótalo bicéfalo, sustentada por tres columnas y que no recordaba claramente, pero dentro del mismo dibujo había visto también un Ojo Avizor y esto también fue raro pues al hacer aquella sucinta descripción Fabrizio pudo ver que aquel hombre tenía algún estudio pero tampoco logró imaginar en qué.

            —¿Qué demonios es un Ojo Avizor?

            —Debería saberlo, usted cree en los espíritus, y este signo es usado por los espiritistas para representar al ojo de Dios que todo lo ve y que todo lo alcanza.

            —¿Por qué sabes eso Vladimir?

            Pero Vladimir como siempre, lo dejó con la palabra en la boca y siguió por su camino para desaparecer. Al tercer día Fabrizio fue a buscarlo y llegó hasta el Ala Sur del panteón por donde había un desagüe que cruzaba hacia un cenotafio que era el centro de atención de jóvenes bandas de dark-punk, que aseguraban, aquel túmulo más que representar al arcángel Miguel empuñando su espada justiciera contra las huestes infernales, se asemejaba a un vampiro que empuñaba la estaca que debería darle muerte y en cambio, parecía que acababa de sacarse del pecho. Se llegaron a hacer conciertos y reuniones de asociaciones dedicadas a la magia negra, misas satánicas y festivales prohibidos, pues los convidados pagaban para que las autoridades no los interrumpiesen y también, porque se rumoraba que en toda esa zona había ruidos raros que emanaban de las tumbas.

Fabrizio fue a ver a su primo que trabajaba en la garita diez del Ala Sur del panteón para preguntar, por si acaso, había visto a Vladimir a quien había dejado de ver por dos días. El primo, nerviosamente le contestó que desde la llegada del cadáver de Ossenfelder, cosas raras habían empezado a manifestarse, le dijo además, que él no había visto personalmente al wero ése, pero que su compañero de turno había sufrido un raro accidente cerca de la vieja cripta, nueva morada del cadáver del banquero.

            —¿¡Qué!?

            —Pues iba dando el rondín de media noche y dice que escuchó como si alguien lo siguiera y cuando apuntó su lámpara hacia el sitio de donde provenía lo que a su entender se escuchaba como un «aleteo» atrás de él, era el mendigo, tu compa el Vladimir; Orlando —el otro vigilante—, se había espantado y enojado con tu amigo porque lo vio saliendo de la cripta del banquero con unas pieles entre los brazos. Se le hizo raro que unos guaruras que se habían quedado ahí en la tumba después del entierro, no estuvieran, pero lo más extraño fue ver a tu amigo «el rarito» ése, que, además de llevar las pieles entre los brazos, iba dándole sorbos a una botella.

            —¿Por qué se le hizo raro?

            —Porque todo este susto que mi compañero se llevó estuvo acompañado de murciélagos. Cuando el vagabundo salió de la cripta, salieron murciélagos en escena y cuando mi compañero intentó ponerle un alto para preguntrle qué demonios hacía en aquella cripta, fueron los murciélagos los que lo detuvieron y según él lo mordieron.

            —¿Cómo que lo mordieron? ¡Pero si los murciélagos comen vegetales!

            —Pues eso debes creerlo tú, porque yo siempre he sabido que uno debe tomar sus precauciones cuando estás delante de esas ratas voladoras porque su mordida transmite múltiples enfermedades.

            —Bueno, al menos no pasó a más el asunto de los murciélagos, ¿o sí?

            —Pues la cosa no paró ahí, porque Orlando al sentirse agredido por los «bichos», sacó la pistola y les disparó.

            —Eso me sigue pareciendo normal…

            —Pues mi compañero jura que una de esas balas fue a dar al cuerpo de tu amigo y que éste sólo siguió en su huída y que ni siquiera volteó o se inmutó y que ante tal suceso lo que él hizo fue volver a dispararle y no tuvo ningún resultado.

            —Entonces, ¿tu compañero es pendejo? ¿Cómo se le ocurre disparar a alguien así nomás?

            —No pasó nada porque fue a ver al lugar y no había sangre o algo que pudiera suponer que tu amigo estaba herido, por otro lado, no hubiera sido del todo un delito. Ese hombre es una patada en los huevos, es raro, asusta a las personas y anda como si fuera alma en pena por todo el panteón y nadie hace nada.

            —No seas pendejo, pinche tarado. Pudo matarlo. Que Vladimir ande por ahí, sería en todo caso problema de los administradores, ¿a ti qué te quita que ande por aquí o allá?

            —Precisamente eso es lo que no puede hacer. No puede andar por ahí caminando o haciendo lo que su pinche gana se le dé.

            —El panteón no es de los administradores, además, qué poca madre que a ti te importe tanto lo que haga o deje de hacer Vladimir, pero qué tal las pedas que se meten de lado del desagüe que van a dar al arroyo, qué tal las tumbas profanadas?

—No pudieron comprobar nada.

—¿Y las grabaciones donde se podían ver las misas que todos esos satánicos pendejos celebraron casi en tus narices? ¿Tú crees que yo no me entero, pero de todos es bien sabido que eres un pinche corrupto y que por lana tú eres capaz de cualquier cosa.

—¿Ha sí?, pues si la gente dice de mí que soy corrupto, de ti piensan que eres puto y que te andas cogiendo al wero ése, por eso es que lo defiendes tanto; finalmente, yo no me ando metiendo en tu trabajo, somos familia, lo único que yo quiero decirte es que yo que tú, tendría cuidado con ese tipo porque además de que parece un pinche chupasangre, a mí se me hace que lo que está haciendo aquí no es nada bueno.

—Tú estás bien pendejo. Dijo Fabrizio, se dio la media vuelta y salió de ahí. También se le vino a la cabeza que para regresar hacía su garita debía pasar cerca de la estatua de Miguel, justo donde se celebraban los conciertos de punk y las misas satánicas. Necesitaba encontrarlo y saber que se encontraba bien, lo buscaría en ese sitio, era el último que le faltaba.

            Al llegar corroboró que no había nadie en aquel sitio.

            Se metió por uno de los vitrales rotos, la noche era profunda, más que oscura, una reciente corriente de aire helada había entrado al suburbio, la humedad se había escindido del bochorno y la neblina se condensaba gracias a la presencia de las montañas circunvecinas. No fue difícil entrar. No había rastro de Vladimir en el lugar y además, se sorprendió pues aunque a lo lejos había visto luces en aquel lugar, siempre había pensado que se trataba de una veladora que alguien se encargaba de mantener prendida o de cambiar constantemente.

            La ermita sur era amplia y por lo que pensó iba a encontrar, no estaba llena de basura y excremento, tampoco de signos satánicos. En cambio había un baúl de tres metros de largo por uno de altura y metro y medio de anchura tallado en madera con forja de metal al centro que estaba del lado oeste del recinto que de otra forma, ganaba centímetros y hasta metros de acuerdo con lo que uno podía divisar desde afuera; pudo ver un Crucifijo procesional frente a un cuadro del Tránsito de la Virgen, al pie del baúl había una mesa octagonal sin patas con incrustaciones de concha nácar, hueso y carey. En derredor del baúl también había un buró y una consola, una mesa redonda  de unos ciento veinte centímetros de diámetro donde había un sirio que iluminaba diferenciadamente los contornos de un hermoso colmillo de elefante que entre su tallado describía un día festivo oriental y que se encontraba justo detrás de la vela. En el contraste que la sombra reflejaba en la pared norte el colmillo parecía una enorme cornamenta.

            Los elementos ahí conjugados hacían pensar en que aquella morada más que ser, un sitio en donde se celebraba algo, era un lugar dedicado a facilitar el descanso de una persona. Escuchó pasos que se acercaban hacia la puerta y optó por esconderse bajo un escritorio secreter americano de madera que estaba justo detrás del baúl.

La puerta se abrió y para su sorpresa entraron dos personas; pensó en su primo y Orlando, el otro vigilante pero no pudo verlos. Lo que esos dos hombres hicieron fue abrir el baúl, colocar algo ahí y luego irse.

            Avanzó del secreter hacia la puerta sin hacer ruido. Justo antes de llegar hasta el acceso tuvo en cuenta que los tipos habían ido a meter algo dentro del baúl. Por el ruido que hicieron le pareció que no era algo importante, pero también le pasó por la cabeza que aquello que hubieran metido al baúl, si estaba bien envuelto pudo no hacer ruido al dejarlo sobre la superficie. En su cabeza se deslizaban distintas teorías. Una es que su primo y el otro vigilante andaban enredados en el tráfico de cuerpos. El miedo aumentó pero supo que no dejaría escapar ningún ruido. A lo mejor no era ni su primo ni Orlando y podían ser algunos punks guardando un instrumento y preparaban el escenario para celebrar una misa o una fiesta, aunque lo descartaba, pues el mobiliario no solo demostraba buen gusto sino también un refinamiento inusitado, clásico, más que clásico, quien hubiera puesto esos objetos ahí, gustaba de antigüedades exquisitas y carísimas; por eso la hipótesis que más le satisfizo es que de alguna manera todo aquello tenía que ver con Benno Ossenfelder, y que lo que hubiera ahí de alguna manera tenía que ver con sus gustos.

Al salir pensó que todas aquellas cavilaciones fácilmente hubieran podido quedar solucionadas con tan solo regresar al baúl para abrirlo, pero no lo hizo porque en ese momento sintió que realmente peligraba. Sin embargo, al querer retroceder para ver qué habían metido al baúl, ya había cerrado la puerta y aunque podía entrar nuevamente por el cristal roto, lo mejor para él —pensó— en ese momento era huir lo más sigilosamente posible. Entre todos estos pensamientos al menos pasaron un par de minutos más y pudo oír también que aquellos tipos venían de regreso o al menos se escuchaba un murmullo creciente que lo hizo ponerse en alerta. Bien podía ser Vladimir, pero siendo sincero, para ese momento ya lo que pudiera pasarle a Vladimir, aunque le importaba, pasaba a un segundo plano, todo aquel lujo camuflajeado en una ermita, todos esos objetos que sin duda tenían un valor monetario alto, debieron permanecer escondidos gracias a que acababan de llegar ahí y nadie los había detectado o bien, debido a que alguien los cuidaba con bastante sigilo porque él nunca los había visto, ¿por qué no empatar su arribo con la llegada del cuerpo del banquero?

            Decidió entonces regresar hacía su ermita y por el boulevard que parte en oriente-poniente al panteón vio a Vladimir que cojeaba y hacía un alarido como si estuviera mal herido. Pensó rápido que si Vladimir estaba herido y alguien lo perseguía —aunque realmente por como lo vió más bien concluyó que había escapado a algo y simplemente jadeaba por el esfuerzo de correr abruptamente— no traía su arma para defenderlo y defenderse. Debía pedir ayuda para Vladimir o simplemente huir y dejar a su suerte al vago, pero ya no tenía sentido dejarlo solo, ya se había metido en suficientes problemas por él. Dio pasos sosegados y se acercó a él evitando pisar firmemente y también tratando de guardar un falso camuflaje de acuerdo a las formas de las sombras proyectadas entre los pasillos de las tumbas y la luz que emanaba de las lámparas del alumbrado municipal que pobremente distribuídas en el campo santo —y que él sabía—habían contribuído desde su edificación a consolidar dentro de éste un ambiente tétrico con una iluminación mal esparcida que había facilitado las fantasías más disímbolas alrededor de aquella pequeña necrópolis, desde la aparición de fantasmas, duendes, demonios, hasta los avistamientos protagonizados por diablos, brujas y chupasangres.  

Vladimir pareció cambiar su cara de dolor o cansancio por una mueca de alivio y alegría al verlo. Fabrizio le contó con la voz temblorosa los sucesos en la ermita sur y luego de enunciar su pequeña proeza comenzó a lanzarle preguntas a Vladimir como si éste, aunque estando ausente en aquel momento, hubiera pasado por la aventura dentro de la ermita:

—¿A quién metieron en aquel baúl? Vladimir le hizo una seña para

que lo siguiera. Mientras caminaban agachados y entre las tumbas, Vladimir lo calló un par de veces más y le dijo cuando algunos murmullos parecidos a pisadas los alcanzaron:

—Te dije que traer ese cuerpo aquí, solo traería problemas;

Ossenfelder es un vampiro.

            —¡Vladimir, estás loco!, ¿de dónde sacas que el banquero era un vampiro?

            Y aunque todo eso le pareció un disparate, aunque solo fuera en lo inmediato, de otra manera, ¿cómo pudiera decirse? De una manera más profunda realmente le hacía sentido por los artículos que había visto, por lo del entierro y por lo que había empezado a sentir desde aquella publicación en Instagram que había visto y los asesinatos, que todo esto realmente tenía una secuencia, un orden oculto que se había manifestado desde algo simple hasta abarcarlos por completo y ahora los ponía en un peligro real e inminente.

—Vi a unos vigilantes sacar el cuerpo de Ossenfelder de su cripta. Lo llevaron hacía la estatua del arcángel Miguel, la que está frente a la Ermita Sur donde viste los objetos. Pude ver que detrás de la base de la estatua, había, hay, un tipo de compuerta de donde sacaron una custodia. Pero debo decirlo (en) bien —entonces Vladimir carraspeó como si al aclarar su garganta lograra a su vez,  ordenar sus ideas— primero, llevaron el cuerpo en una carretilla y eso es muy raro, luego lo acostaron en el suelo.

—¿Por qué raro?

—Porque el banquero era un príncipe. La gente que vino a su entierro

lleva mucho tiempo viva. Sus súbditos se cuentan por centenas y están esparcidos en el mundo. Operan desde las sombras y profesan los cultos más siniestros. Ossenfelder es un príncipe entre los adoradores de las sombras, ¿quién se atrevería a sacarle de la tumba para acostarlo como si fuera un(a) perro en una carretilla?

            —¡No lo sé!, pero que alguien lo saque a pasear en una carretilla no lo vuelve un vampiro, y además, ¿tú cómo demonios sabes todo eso de Ossenfelder?

            —Lo que a ti te debe importar(te) es que lo sé de una buena fuente. No me dejaste terminar. Cuando sacaron la custodia de la compuerta en la parte baja de la estatua de Miguel, colocaron al lado del cuerpo la custodio(a). Luego, del mismo compartimento sacaron otras pieles, las cuales rociaron con un líquido verdoso y viscoso que traían en una caja metálica dorada cuyo grabado en la parte de arriba correspondía al sagrado corazón de Jesús, solo que algo raro pude notar en aquel grabado. El corazón en (el) lugar de estar coronado por las espinas del calvario, estaba atravesado por una enorme espada, o mejor dicho, ¿sería una estaca?

            —¿Y luego?

—Acomodaron las pieles, colocaron unas veladoras e hicieron un triángulo que abarcaba tod(a) el cadáver del viejo. Descubrieron aquél depósito de excentricidades y fue cuando me espanté mucho. Aquel viejo no estaba descompuesto. Tenía las manos cruzadas al pecho. Las manos quedaban en esa posición, gracias a que estaban clavadas a una estaca plateada que a su vez le atravesaba el pecho. Pude ver la cara del viejo hombre, que en realidad no parecía la cara de alguien tan mayor y lo más extraño, tenía la boca entreabierta. Pude ver sus dientes y eran dos colmillos. Eso me espantó más.

            —¿Qué más pasó?

Y cuando estaba a punto de contarle escucharon el sonido de la carretilla y salieron corriendo. Fabrizio le dijo a Vladimir que lo siguiera. Llegaron a su garita. Sacó la pistola y le dijo que no era seguro estar ahí. Además Fabrizio le reveló que uno de esos vigilantes era familiar de él y que tampoco es que fuera tan malo. Vladimir le dijo que no le había terminado de contar pero que uno de ellos había intentado matarlo y que debía contarle lo sucedido:

            —Luego de que colocaron el cuerpo destapado, a su lado colocaron las pieles y comenzaron a atarlas con lo que parecían tripas de pollo —o yo no sé de qué animal— que sacaron de un saco gris. Vi que tenían asco al realizar el acto y que no demostraban ningún respeta(o) al hacer nudos entre las pieles para de alguna forma unirlas.

            —¿Cómo unirlas?

—A mi entender lo que hicieron es formar un cuerpo a lado del de Ossenfelder. Luego de hacer la figura de humano con los cueros que hábilmente unieron con los pedazos de tripa, sacaron finalmente, una cabeza de puerco y se la pusieron al cadáver formado con las tripas y los retazos de pieles que habían dejado en la cripta.

—¿Entonces tú también estuviste en el entierro?

—Eso no importa, luego, los dos hombres empezaron a rezar. Sacaron, finalmente, un bulto de ramas que encendieron formando un triángulo. Hicieron humo y siguieron rezando. Sin querer hice ruido, por el miedo o por el humo que me empezó a molestar los ojos. Tapé mi boca con la mano y agachado salí del lugar ante las palabras de esos tipos que decían, ¡quién anda ahí!, ¿quién anda ahí?, ¿eres tú, mugrosillo?, ¿eres tú muerto de hambre? Entonces me fui de ahí y me escondí en unos montones de hojas. Estuve una hora mi (yo) creo. Y luego regresé al sitio para ver que la cabeza del cerdo tenía una marca, la misma de la tela que cubría el cuerpo del banquero, el (la) flor de lis solo que grabada en la frente del animal con un cuchillo que luego le dejaron clavado en la frente. No sé bien por qué agarré las pieles para llevármelas hacía la garita sur.

—¿Por qué hiciste eso? 

—Mira, viví en un pueblo donde hacían este tipo de cosas, les decían Uzencos. Eran grandes y con cuerpos anchos, realmente no tenían una inteligencia real, sabían gritar fuerte y golpear. Servían más como protección y para intimidar a las personas que para el ataque. Podían con mucha facilidad(e) destruir una casa; sin embargo, lo más importante es que estaban hechos para darle espacio a la huída de su amo. Eran más que un(a) arma, un escudo. Lo raro aquí es que bien se sabía que estaban hechos de distintos(as) pieles pero eran de pieles humanos(as). No como lo vimos aquí.

            —No mames Vladimir, ¿de dónde sacas eso?

            —Costumbres…

            Entonces escucharon un grito y fueron casi arrastrándose hacía la ermita sur desde donde pensaron que había provenido aquel alarido. No fue un grito de dolor o terror, sino más bien fue un ulular fantasmagórico que parecía derramaba otras voces que fungiendo como ecos, hacían pensar en una legión de intérpretes condensados en un solo sitio. Fabrizio sacó la pistola y tomando por el hombro a Vladimir se acercaron a la ermita para ver dentro el cuerpo de Ossenfelder rodeado de velas.

—Por cierto Vladimir, ¿qué hiciste con los cueros?

—Los quise quemar, porque recordaba que esa era la única manera de acabar con su mala influencia. Los llevé a la banca cercana a mi guarida. Fui a conseguir gasolina. Sin embargo, para mi sorpresa al regresar ya no se encontraban ahí. Comencé a buscarlos. Fui hacía la tumba de Ossenfelder pensando que si la mole esa había cobrado vida, de alguna manera buscaría proteger todo lo que tuviera que ver con el difunto banquero y estando a punto de entrar hacía el cenotafio, sentí que los vigilantes estaban junto a mí o muy cerca(nos). Escuché pasos pesados. Tampoco me parecieron raros. Alcancé a esconderme, sin embargo lo que pude ver fue a un hombre de unos dos metros que arrastraba los pies.

—Me sigue pareciendo normal que haya un hombre de dos metros…

—Espera Fabrizio, no es normal, su pie izquierdo estaba afelpado —entre el tobillo y la rodilla— por pelo grueso y áspero café; eran las pezuñas de lo que yo creo fue en vida, un carnero. La otra pata era como las de los pavos desde donde se desprenden(ían), unas largas uñas que no terminaban curvadas hacía adentro sino hacía afuera. Cada una de ellas se movía como guardando cierto ritmo y hasta, por qué no decirlo, lograba cierta unidad, como si siguieran un ritmo secreto que yo desconocía de dónde provenía. Sus piernas estaban echas de otro material, en realidad era un(a) piel que yo no reconocía pero estoy segura(o) era muy parecida al latex negro. Su vientre era el de una persona, eso puedo asegurártelo, pero el torso estoy seguro que era el de un toro o el de una animal más fornido.

            —¿Qué fumaste güey? Lo que dices no tiene ni pies ni cabeza.

            —No he llegado a la parte que más me asustó, porque la cabeza de marrano ya no parecía un marrano, parecía un hombre…

            Fabrizio lo interrumpió…

            —No puede ser. Te has vuelto loco amigo.     

            — Escúchame, yo lo vi, vengo de ahí, lo llevaban cargando tu primo y el otro vigilante, acompáñame…

            Vladimir pareció dudar por un segundo, como si lo que él le quería enseñar a Fabrizio ya no fuera importante pero se aferró, le volvió a pedir silencio y lo llevó hacia un paraje cercano a la garita. Era una forma de semi cueva que se abría por la bajada hacia el arroyo que pasaba por el panteón en su entrada oeste.

            Fabrizio pudo ver las pieles que durante el sepelio de Ossenfelder sus familiares habían usado y en realidad ese no era el problema sino que todas ellas habían sido compactadas en derredor de una estructura con forma humanoide. Es decir, que en el suelo de aquel lugar lo que encontraron fue un monigote hecho de pieles cuya silueta mantenía una posición de combate.

            —¿Qué es esto, Vladimir?

            —¡El Uzenco!

            —¿Qué?

            —Un Uzen-co, lo que te dije antes, un ser creado a partir de la magia que se alimenta de la energía de otras personas.

            No terminó de decir la palabra Vladimir cuando se escucharon ruidos provenientes del boulevard del panteón por donde ellos habían llegado.

            —Hay que escondernos Vladimir, alguien viene.

Pero Vladimir se llenó de miedo y como si presintiera que lo que iba a ver no le gustaría, se arrojó despavorido hacia el lado opuesto, haciendo mucho ruido y al parecer alentando a que los nuevos visitantes aceleraran sus pasos. Fabrizio pudo ocultarse tras una tumba. Pudo ver como uno de ellos se abalanzaba a perseguir a Vladimir por su vereda. Pensó que estaba seguro hasta que escuchó una voz:

            —Fabrizio.

            Y entonces sintió qué es el verdadero miedo porque esa era la voz de su papá, pero con el cuerpo del Uzenco…

Betistofeles 2020

Rober Diaz was born in Mexico City in 1981. He has a degree in Political Science from Universidade Nacional Autónoma de México. He was editor of the literary journal Cràse  and Sin-ismo from the Faculdade de Letras da Universidade do Porto, Portugal.